El affaire Reichel-Dolmatoff

Como seguramente sabrá el lector que haya llegado a esta nota, hace unos meses, en un congreso académico en Viena, se revelaron documentos que demuestran que Gerardo Reichel-Dolmatoff, comúnmente considerado el “padre” de la antropología colombiana (con todo lo que de patriarcal y paternalista tiene el término), perteneció al partido nazi y posiblemente participó directamente en masacres y asesinatos selectivos. Y en fin, empezó la polémica, reducida en principio al mundillo académico, y ampliada a cierto sector de la opinión pública cuando la revista Arcadia llevó a los medios masivos la noticia.
Las reacciones han sido vehementes: desde el desprecio total por la investigación, por las pruebas y por el “antropologucho” (según las palabras de Juan Carlos Pastrana) que escudriñó el pasado de Reichel, hasta el desprecio por el propio Reichel, por la Universidad de los Andes (cuyo departamento de antropología fundó Reichel), y por la antropología en general (se ha recordado, sin venir mucho a cuento, el pasado colonialista e imperialista de la disciplina). Yo no tengo nada en particular que defender o atacar en este caso. Personalmente creo que ha sido sobredimensionado y sobreactuado, y lo que me interesa es, precisamente, pensar un poco en las razones de esa sobreactuación.
Quienes no están inmersos en él quizá no sospechan el grado en que el mundillo académico está poblado de chismes, maledicencia y farándula. Los llamados intelectuales encarnan la contradicción de ser figuras limitadamente públicas y figuras de autoridad, y sostener (casi siempre) sofisticados argumentos contra las figuras de autoridad y las figuras públicas. La vanidad de su propia exposición pública (aun cuando sea frente a un público reducido y especializado de estudiantes y colegas) tiene un incómodo límite en las supuestas virtudes humanísticas de su trabajo. Lo de Reichel es interesante porque amplifica, con el apoyo morboso de los medios masivos, esas pequeñas miserias cotidianas de los intelectuales. El affaire Reichel se ha dispuesto desde su inicio con ribetes dramáticos y patéticos: el profesor Oyuela “al borde de las lágrimas”, y protestando: “esto me duele, yo conocí a Reichel”. Y no por azar Camilo Jímenez, en el artículo de Arcadia que tanto se ha difundido, inicia el texto haciendo énfasis en el llanto contenido de Oyuela. Luego las acusaciones: que Oyuela es un profesor de quinta en una universidad de quinta (la de la Florida) y quiere ganar protagonismo “tumbando un ídolo”. Que Reichel tenía que ser nazi pues la Universidad de los Andes tenía que ser, cómo no, un escondite nazi.
Que Reichel haya fundado el departamento de antropología de los Andes ha sido clave para potenciar el factor novelesco del asunto: los ricos también deben llorar para que haya un buen drama: fíjense en el affaire Colmenares, cuyo éxito mediático se ha debido principalmente a que se trata de “estudiantes de los Andes”.
Pero lo que añade más exotismo y euforia conspiratoria es la imaginería nazi, que es una fuente inagotable de best-sellers y erudición de coctel. Y es que la imagen, la idea ya difusa y genérica de lo nazi, ha dado para todo tipo de teorías conspiratorias: hasta la abeja maya es acusada de “tendencias filonazis”. Y en cada rincón del mundo hallamos esperpentos ideológicos que parodian sin querer el gastado intertexto nazi; baste pensar en Martín Quispe, el nazi quechua, o en el partido nazi bogotano. Si se hubiese revelado, por ejemplo, que Reichel mató a alguien en su juventud por razones ajenas al nazismo (cualquier razón, digamos pasional), el asunto se archivaba rápidamente como anecdótico. Pero la acusación de nazismo sigue siendo el comodín de la maldad, como si no tuviéramos suficientes alternativas…
Más aún, pensemos en otras posibles acusaciones, ya no digamos a figuras de la antropología, sino a antropólogos en ejercicio, poderosos en su ámbito y aún en otros (asesores del Estado o de grandes multinacionales). Supongamos que nos tomáramos en serio la fiscalización de esos antropólogos y denunciáramos sus ganancias desproporcionadas y su ética dudosa. Nada de eso tendría el efecto dramático del “secreto” de Reichel, del que se ha dicho que nos obliga a “repensar” la antropología (¿!).
Al tiempo, la pregunta por la “redención” de Reichel es clave, porque es un poco como la conversión de un santo, que es al fin de cuentas la biografía típica ideal de genios y artistas. A los académicos les ha faltado ese toque melodramático y efectista en sus biografías. Comúnmente son buenos desde el principio, y eso los hace aburridos como personajes. Le faltan villanos a la farándula académica. Con lo de Reichel, un villano que hay que llamar, sin embargo, “padre”, el Darth Vader de la antropología colombiana, habrá drama para rato.

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