La autobiografía de Bertrand Russell

Tardé casi tres años, con muchas pausas de varios meses, en terminar de leer la extensa autobiografía de Bertrand Russell: un poco más de 1.000 páginas en la edición de Edhasa, incluyendo un centenar de cartas de su correspondencia personal. Tras mantener semejante relación con un libro, era inevitable que me preguntara por qué decidí leerlo en primer lugar. Más aún, ¿por qué leer biografías? Y la pregunta correlativa: ¿por qué escribir una autobiografía?

Esta autobiografía fue originalmente publicada en tres volúmenes entre 1967 y 1969; es decir, cuando Russell tenía ya 95 años. La mayor parte del primer volumen fue escrito en momentos muy diversos desde que Russell cumplió 50. Una primera versión de este volumen se publicó en 1951 (a sus 79 años). Los dos volúmenes restantes fueron escritos en su mayor parte por un Russell ya nonagenario: una indiscutible proeza de la memoria y la lucidez. Para su preparación, Russell contactó a centenares de personas con quienes cruzó correspondencia en su larga vida, recopiló notas de prensa, discursos, folletos, y él mismo organizó las notas y preparó la edición final. ¿Por qué tomarse todo este trabajo?, ¿por pura vanidad?

O bien: ¿hay una pulsión narrativa superior a nuestra voluntad? La necesidad de contar y de escuchar es un poderoso mecanismo de reproducción de la especie humana. El testimonio de las vidas ajenas puede no ser más que un chisme sofisticado, pero su fuerza de atracción es poderosa. Tal vez haya también un elemento de ficción: los lectores de biografías queremos vivir al menos por un momento la vida del biografiado. 

Y claro, se trata de Russell, que es admirable por donde se le mire: no sólo fue un intelectual destacado en campos tan diversos como la lógica matemática, la historia de la filosofía, la ética, la educación y la sociología política; también fue un liberal consecuente en medio de la adversidad y la arbitrariedad: su activismo a favor del voto femenino lo expuso a abucheos públicos, su pacifismo y la defensa de la objeción de conciencia le valieron una temporada en la cárcel durante la Primera Guerra, su ateísmo le costó una fuerte presión social, e incluso la expulsión de una cátedra universitaria, y pagó su oposición a la escalada nuclear durante la Guerra Fría con una segunda temporada en prisión (¡a los 87 años!). 

Para mí, la mayor prueba de su integridad fue su temprana renuncia a la millonaria herencia de su aristocrática familia, tal y como haría Wittgenstein años más tarde. Vivió con el fruto de su propio trabajo, y al final de sus años donó lo que había llegado a obtener a la Bertrand Russell Peace Foundation. Siempre que estuvo en sus manos fue generoso y apoyó, con trabajo o con dinero, numerosas causas sociales: la liberación de presos políticos, la formación de nuevas escuelas (él mismo fundó una), la financiación de investigaciones científicas. Valga como ejemplo de su falta de codicia y su amor por el conocimiento la siguiente anécdota sobre la escritura de Principia Mathematica (nada menos): 

“[Después de seis años de estudiar y tomar notas]… trabajé en ella de diez a doce horas diarias durante ocho meses al año, desde 1907 hasta 1910. El manuscrito fue creciendo y creciendo y, cada vez que salía a dar un paseo, me sobrecogía el temor de que la casa se incendiase y se quemase el manuscrito. No era, naturalmente, la clase de manuscrito que pudiera mecanografiarse, ni siquiera copiarse. Cuando, finalmente, lo llevamos [con Alfred Whitehead, coautor del libro] a la University Press, era tan voluminoso que tuvimos que alquilar para ello un viejo coche de punto. La University Press calculó que perderían 600 libras con el libro y, aunque los síndicos estaban dispuestos a soportar una pérdida de 300 libras, consideraban que no podían sobrepasar esa suma. La Royal Society, muy generosamente, contribuyó con 200 libras. Las 100 libras restantes teníamos que buscarlas nosotros. Así, pues, ganamos menos 50 libras cada uno por diez años de trabajo”

Y no es ese el testimonio más radical de su amor por el conocimiento: a los 18 años tuvo, como todo el mundo, una crisis existencial que relata así: 

“Había un sendero que llevaba a New Southgate a través de los campos, y solía ir allí para contemplar la puesta de sol y pensar en el suicidio. No me suicidé, sin embargo, porque deseaba saber más de matemáticas”.

Es inevitable sentirse como un simple patán ante el genio de Russell. Y sin embargo, al mismo tiempo, su propia vida es un motivo de inspiración. Las buenas biografías logran eso: señalar un horizonte que da sentido, aunque deslumbre. Las buenas autobiografías van todavía más allá: Russell se permite un violento sentido autocrítico que nadie más, por mejor que lo conociera, podría permitirse. Se acusa a sí mismo de haber sido un mal padre, un mal esposo, y es esencialmente pesimista sobre la posibilidad de construir relaciones afectivas sinceras y comprometidas. Pero no conocemos hechos concretos que prueben estos supuestos defectos. Por el contrario: quienes fueron allegados a él lo describen como una persona afectuosa y bondadosa. Russell tuvo cuatro esposas: Alys, Dora, Patricia y Edith. Con Dora tuvo dos hijos: John y Kate, y uno con Patricia: Conrad. Durante su juventud y su primera adultez, con Alys y Dora, intentó ser radicalmente franco y rechazó las convenciones sentimentales; sólo al envejecer se hizo un poco más autoindulgente y disfrutó sin tanto examen de consciencia de su vida cotidiana. A propósito de esta dureza consigo mismo, a sus 59 años escribió lo siguiente:

“Dicen que el tiempo hace madurar al hombre. Yo no lo creo. El tiempo hace al hombre más temeroso, y el miedo lo vuelve conciliador, y al ser conciliador se afana en aparecer ante los demás de forma que lo crean maduro. Y con el miedo viene la necesidad de afecto, de algo de calor humano con qué protegerse del frío del universo”

Sólo una autobiografía puede revelar con sensibilidad e inteligencia estas complejas contradicciones: Russell era esencialmente un pesimista, en lo público y en lo íntimo, pero también consideraba el optimismo como un deber moral, especialmente cuando su figura se consolidó como un modelo político e intelectual. La lógica matemática le enseñó la virtud de la claridad del pensamiento. Nunca se engañó sobre este punto: todo aquello que puede conocerse, puede y debe expresarse con claridad. Cuando no conseguía este propósito, incluso para entender sus propios sentimientos, se sentía frustrado y sentía que defraudaba a los demás. Y fue precisamente la claridad de su pensamiento y la contundencia de su escritura la que le mereció el premio Nobel de literatura en 1950.

En su discurso de aceptación, que vale la pena leer con atención, Russell hace una elocuente defensa del optimismo y de su relación con la inteligencia. Estas son las últimas palabras del discurso: 

“I would say, in conclusion, that if what I have said is right, the main thing needed to make the world happy is intelligence. And this, after all, is an optimistic conclusion, because intelligence is a thing that can be fostered by education”

Dos años después, en su octogésimo cumpleaños, leería una de sus declaraciones más citadas: 

“He vivido en pos de una ilusión, social y personal. Social, por imaginar la sociedad que se ha de crear, en las que los individuos crezcan libremente y donde el odio, la codicia y la envidia desaparezcan porque no hay nada para alimentarlos. Personal, por valorar lo que es noble, lo que es hermoso, lo que es bueno; por permitir que los instantes de lucidez impregnaran de sabiduría los momentos más mundanos. Creo en todas esas cosas, y el mundo, con todos su horrores, no me ha hecho cambiar de parecer”

Y sin embargo, tras una década, esta fe en la educación y en su potencial revolucionario había cedido a la crudeza de los hechos. En un discurso pronunciado en su cumpleaños número noventa, Russell hace una declaración sorprendente:

“Contra lo que se supone convencionalmente, cada día me vuelvo más y más rebelde”… “Algunos ideales son subversivos y no pueden realizarse si no es con guerra o revolución. Hoy en día, el más importante entre ellos es la justicia económica […] no veo cómo se puede lograr sin derramar sangre ni cómo el mundo puede continuar pacientemente sin que se produzca”

De nuevo, sólo en el contexto, al mismo tiempo confesional y reflexivo, de una autobiografía, pueden tomar sentido estas inevitables contradicciones. Tres años de lectura fragmentaria han sido para mí como tres años de conversaciones con Russell, y he aprendido de él mucho más de lo que puedo sugerir aquí. Tal vez decidí escribir esta entrada simplemente para invitar a leer a Russell, tan pertinente ahora como antes. La vida de las ideas se reproduce entre lectores como esos álamos que se comunican en grandes áreas mediante miles de raíces y rizomas: como un sólo ser. La autobiografía de uno es la biografía de todos.

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